20/9/09

Bajo el manto de la muerte

Bajo el manto de la muerte
Hoy es mi cuarenta y nueve cumpleaños. Han venido mis hijos y mi marido a verme. Un ramo de flores es lo único con color que adorna esta fría sala de hospital. Me han ingresado hace dos días y por más que he pedido que me dejen irme a casa, no lo he conseguido. El médico dice que aún faltan pruebas y necesitan estar seguros del diagnóstico. Vine por un simple dolor de estómago, pero tantos días de análisis me hacen presagiar que nada bueno está sucediendo. No quiero adelantarme a los acontecimientos; esperaré a que me digan qué es lo que tengo y si debo preocuparme por ello.
Pero hoy es mi onomástica y disfruto de la compañía de mis hijos en este casi cincuentenario de mi vida. ¡Qué lejos quedan esos años en los que cumplir la mayoría de edad parecía una eternidad! Cuando llegan los vástagos y te haces cargo de una casa, los años pasan a la velocidad de la luz… ¡ahora miro hacia atrás y me parece tan lejano todo aquello!
Las horas se hacen interminables aquí dentro; han pasado algunos días y por fin me han dado el esperado diagnostico, tengo cáncer, uno de aquellos que no tienen tratamiento, un cáncer de hígado que está tan avanzado que ya ha hecho metástasis en los demás órganos blandos. La noticia me ha dejado helada; siento que es como un sueño del que quisiera despertar, pero me parece que no será posible. No logro aclarar mis ideas, es como si estuviera leyendo mi sentencia de muerte, y el miedo se cuela inevitablemente en mi alma. Me voy a morir, con cuarenta y nueve años dejaré este mundo y a mis hijos, que aún necesitan de mí. No entiendo cómo ha podido suceder pues no me sentía mal y un permanente dolor de estómago es el único síntoma que durante este tiempo he manifestado. No puede ser verdad, esto no puede estar pasando, es una mala broma o un mal sueño.
Sin embargo debo despertar y aceptar la realidad, me quedan seis meses de vida y en ese corto plazo tengo que dejar todo dispuesto. Tendré mucho trabajo, no será fácil, pero siento que me ha llegado la hora. A algunos les llega de improvisto, pero a mí me han dado un plazo para prepararme, y lo más importante, preparar a mi familia.
Mi marido me oculta lo que pasa, dice que todo está bien y que nos iremos a la ciudad para que unos buenos médicos me hagan un nuevo diagnostico. No quiero quitarle las ilusiones, pero tendrá que asumirlo; la verdad es que yo me iré para siempre y él se quedará al cuidado de todo lo que en estos veintiséis años de casados hemos conseguido.
Tengo cuatro hijos maravillosos, dos de ellos ya son grandes y pronto harán su vida por separado. La mayor me ha dado un nieto al que adoro como si fuera mi hijo. Ya no estaré yo para ayudarle y eso me mortifica pues a pesar de su edad, soy su madre y sé que siempre me necesitará. Me preocupan mucho las dos menores pues la adolescencia es muy complicada, y Jazmín está en pleno proceso de aceptar las normas y las responsabilidades de la vida. Nuestras continuas disputas hacen que ahora me arrepienta de insistirle tanto en su manera de vestir, pero necesita que esté con ella. ¡Que angustia me invade al pensar que no podré verla graduarse, que no seré testigo de su boda, del nacimiento de sus hijos! Jorge, al ser hombre, se hace el valiente, pero para mí siempre será mi niño y tampoco podré ser testigo de sus logros, de sus aventuras amorosas; me perderé muchas oportunidades en las que necesitará de una madre y no podré ya estar con él. Quizás sea él a quien más le cueste aceptar mi partida.
Bárbara es la luz de mis ojos, no la he parido yo, pero soy su madre. A sus escasos nueve años ha tenido que aguantar tantas cosas que la veo débil y desprotegida, y si yo falto… ¿Qué será de ella? Es tan pequeña para asumir mi partida que me duele el corazón de pensar que perderá por segunda vez una madre. No puedo dejar de llorar, intento calmarme pero la desesperación me consume.
Ahora tengo que ser fuerte y prepararme. Viajaré a la capital donde están los mejores médicos, y mi familia me espera. Soy afortunada pues tengo once hermanos que aguardan ansiosos mi llegada. Nos marcharemos todos a vivir allá, aunque me hubiera gustado pasar los últimos días de mi vida en esta casa, la casa que hemos logrado con tanto esfuerzo y que ahora quedará cerrada, quien sabe hasta cuándo. ¡Tanto sacrificio para lograr tenerla a nuestro gusto! privaciones y trabajo, y al parecer, no volveré a entrar por esa puerta. Quiero mirar cada rincón de este lugar para guardarlo como un tesoro en mi cabeza. Por mi bien debo acudir en busca de un tratamiento que alargue mi vida, pero dejar mi casa me rompe el corazón. Mi jardín que esta primavera me ha dado tantas alegrías, quedará descuidado y posiblemente algunas plantas se secarán, como se está secando mi vida. Nadie podrá cuidarlo con el esmero que le he otorgado todo este tiempo. Dejo todo lo que tengo y mi vida de ahora en adelante, cambiará radicalmente, y posiblemente esta no sea mi última morada.
Hace una semana que me instalé; tenemos una casita pequeña pero acogedora que pasa todo el día con gente. Vienen a verme y a darme ánimos. En la mirada de mis hermanas hay dolor, aunque intenten disimularlo. No quiero que sufran, les demuestro que estoy bien, que saldré de esta situación y seguiremos juntos por muchos años más.
Estoy cansada, tengo que asistir a diario al hospital donde me realizan análisis y pruebas que me debilitan mucho. El dolor muchas veces es casi insoportable, pero intento que no se den cuenta y sonrío para que no vean ningún rastro de sufrimiento en mi cara. Al parecer voy logrando que se tranquilicen y que piensen que yo no sé nada, pero sí, lo sé, lo sé desde el primer momento. No sé cuanto podré aguantar, sólo espero que lo que me queda de vida no sea tan cruel como el dolor que ahora mismo siento y que me traspasa hasta la médula.
El verano ya casi se acaba, el frio se hace más patente al final del día y no tengo tiempo para decaer pues necesito ser fuerte para afrontar y preparar mi despedida. A pesar de todo esto, cada día tengo nuevas alegrías, pues me doy cuenta de todo el amor que tengo a mi alrededor. Mis hermanos, mis sobrinos, mis hijos, todos juntos apoyándome. Yo les digo que todo saldrá bien, que confiemos en Dios… los milagros a veces se cumplen.
Les oigo murmurar cuando no estoy presente y están rotos de dolor. Quiero que aprendan a no tenerme, que tomen mi ausencia lo mejor posible y que mi recuerdo de mujer alegre y feliz les acompañe siempre. No me quiero ir, pero mi hora se aproxima. Estoy preparada, lo único que me ata a este mundo es la angustia que veo reflejada en sus rostros.
Necesito hablarles, pero no sé por dónde empezar. No logro encontrar las palabras adecuadas para ayudarles a asumir mi partida. ¡Cómo les explico que me iré y que nunca más podré abrazarles, besarles!... ¡Qué angustia más grande siento! ¿Dios mío, por qué me haces pasar por todo esto?
Esta mañana me he mirado en el espejo, me he asombrado del cambio que estoy experimentando, me tienen que ayudar a realizar mis funciones diarias, y hasta el hecho de ducharme supone todo un reto. Es curioso, toda la vida intentando tener un cuerpo esbelto y ahora sin hacer dieta veo como pierdo kilos, ya van veinte. Mi cara está consumida, y unas arrugas en forma de gruesas grietas surcan mi rostro, dándome una apariencia tan grotesca que asusta. Los huesos sobresalen de mi cuerpo, tan sólo queda la piel, una piel seca y sin vida. No me extraña que todos sufran al verme así, tan acabada.
Fui educada bajo la enseñanza de una religión bastante estricta y siempre me he aferrado a Dios cuando he necesitado ayuda. Ahora que mi vida acaba, las preguntas se agolpan en mi cabeza; preguntas sin respuestas coherentes que me ayuden a entender todo esto. Sólo pido que mi paso a esa nueva dimensión que me aguarda sea breve, no por mí, sino por los que me rodean, que están sufriendo al ver como la vida se me escapa como el agua entre los dedos.
Hace años, cuando me casé, lo hice por el juzgado porque apremiaba hacerlo, y siempre he tenido el deseo de poder reafirmarlo también antes los ojos de Dios, como decía mi padre. ¡Quién lo iba a decir! Ahora, al final de mi peregrinación en esta vida, aún con la amenaza de una muerte inminente, he conseguido vestirme de blanco y entrar en una iglesia. He realizado mi sueño y llegué al altar del brazo de mi hijo, dando mi consentimiento para amar y respetar hasta el final de mis días a ese hombre que ha sido mi compañero y el padre de mis hijos.
Todo fue precioso, aunque en la mirada de mi familia había dolor, sonreían y celebraban conmigo ese momento. Soy feliz de tener tanta gente que me quiere y se preocupa por mí. Les extrañaré cuando me vaya, y allá donde esté, podré contarle a mis padres la buena labor que hicieron con todos nosotros; hombres y mujeres de bien, una familia unida en las buenas y en las malas.
El otoño ha llegado, se van apagando los colores y con ellos mi vida. El sufrimiento es insoportable, y la morfina ya no alivia como lo hacía meses atrás. No tengo fuerzas, y hasta una cucharada de sopa me provoca dolor. Me muero poco a poco y aún no he acabado con todo lo que tenía pendiente. Me desespera pensar que no alcanzaré a dejar todo dispuesto. No me queda mucho, lo presiento y aún me falta por preparar a mis hijos; sé que todavía no asumen mi pronta partida, pero es inevitable. Tendrán que aprender a vivir sin los consejos de esta madre gruñona que no estará cuando nazcan sus hijos y no podrá consolarles cuando una desilusión amorosa les rompa el corazón. Pero estoy segura que viviré dentro de ellos pues mi sangre siempre correrá por sus venas y mis enseñanzas permanecerán en su memoria. Son unos chicos buenos que lograrán cumplir sus metas en la vida. Me siento feliz de la educación y los valores que les he inculcado y eso me hace estar en paz conmigo misma.
No sé de donde he sacado fuerzas para hablar con mis hijos. Les he reunido alrededor de mi cama y he intentado explicarles mi partida. Jorge no quiere asumir que me iré, me ha dicho: “mamá, tú no te morirás, yo no lo permitiré”. Las lágrimas han bañado su rostro y mi corazón se encogía por el dolor. Les he dicho que se deben mantener unidos y que como hermanos deberán cuidarse los unos a los otros y apoyar a su padre. Han llorado conmigo, pero creo que he conseguido que me escucharan. Rhode, la mayor, se encarga de todo. Ha adelgazado mucho en este tiempo y me ha prometido que siempre cuidará de ellos, que no me preocupe. Ha crecido muy de prisa, mi enfermedad la ha vuelto más madura y sé que llegará a ser una gran mujer.
He intentado levantarme y las piernas no me han sostenido, impidiéndome dar tan siquiera unos pasos. Están a punto de cumplirse los seis meses de espera y creo que esta vez, no habrá mucho margen de error. Las noches se hacen eternas, el dolor me atormenta a cada segundo, la desesperación, muchas veces se apodera de mí, y pienso que no lo lograré, pero lo único que me sigue manteniendo atada a este mundo es mi gente. Sé que las fuerzas les empiezan a fallar pues están cansados y se refleja en sus rostros la angustia. Intento darles ánimos, pero creo que mi poder de convencimiento está decayendo igual que yo, y las sonrisas son cada vez más forzadas. Si hay algo que me duele más que lo que soporto, es la tristeza que asoma en los ojos de todos, también en los de mis hermanas. Sé que no quieren asumir que mi vida se acaba, pero sus caminos seguirán y aprenderán a reponerse.
Mi cuerpo está deteriorado, marchito, y mis ojos hundidos. La imagen de mujer lozana ha cambiado drásticamente y ya no queda ni la sombra de lo que fui. Este cáncer me ha devorado lentamente; se ha adueñado de mi cuerpo y lo está ajando, absorbiendo cada célula de él. Poco a poco me voy acostumbrando al dolor, no sé si es porque es tan fuerte que parece que no le sintiera, que la dosis de morfina hace su trabajo, o que el dolor moral que siento al tener que dejar a los míos, sobrepasa cualquier tipo de sufrimiento.
Creo que se acerca la hora, estoy acostada en mi cama, mientras a mi alrededor figuras pocos definidas se mueven con sigilo. Mis hermanas no se han movido de mi lado. Mi voz es casi imperceptible, y no logro conjugar dos palabras seguidas. Siento que me marcho, y aunque la pena es una losa insalvable, una dulce tranquilidad me embarga por completo, como una extraña sensación de paz que recorre mis venas, en contraposición con esa otra sensación de miedo que a veces llega y se apodera de mí. No quiero irme aún, desearía aferrarme a esta vida, pero su hilo es cada vez más delgado y a punto está de cortarse. Mis ojos descansan cerrados, pero aún así percibo como entra y sale gente de mi habitación. Mi deseo se ha cumplido, no estoy sola, y haré mi transición acompañada de todos mis seres queridos.
Me voy, mi vida termina, los recuerdos me invaden como si de una película se tratara. Mi infancia, el nacimiento de mis hijos, sus primeros pasos. Todo pasa lentamente, mientras mi respiración cada vez se hace más pausada, y presiento que serán los míos los que terminen contando el final de la historia…



Las horas de angustia se hacían cada vez más intensas en esos momentos interminables que precedieron a su muerte. Mi madre había entrado en estado de coma profundo, ya no nos escuchaba, no sentía las caricias de sus hermanas y tampoco los besos que le depositábamos sobre la frente mientras le repetíamos una y otra vez que la queríamos.
El silencio reinaba en la habitación y por nuestras mejillas resbalaban lágrimas de dolor incontenible. Se nos escapaba velozmente su vida sin que pudiéramos hacer nada por detenerla. Se iba la madre, la hermana, la tía, la mujer que nos había hecho sonreír tantas veces. Se derrumbaba el pilar de nuestra familia, y la impotencia nos embargaba. Se nos marchaba para siempre y nunca más volvería a besarnos, ni sus abrazos nos consolarían cuando la vida nos diera algún golpe bajo.
Un leve movimiento de sus labios nos puso en alerta. Nos acercamos a preguntarle si necesitaba algo, pero el silencio era su respuesta. Ya no nos escuchaba, ya no sentía nada, el dolor había remitido y después de tanto tiempo, por fin descansaba en aquel estado de inconsciencia.
A las nueve de la mañana todo había acabado, el dolor y la angustia de meses pasados morían con ella mientras se despedía de este mundo plácidamente. Aspiró profundamente como queriendo inhalar el último olor de la vida para llevárselo de recuerdo hacía el desconocido viaje para al que había sacado su billete. Un viaje del que no regresaría jamás.
Cynthia Gallardo
Derechos Reservados

1 comentaris:

engel ha dit...

“Fue el principio del fin, la iniciación del largo e interminable peregrinar en que, a partir de entonces, se convirtió tu vida. Como la luz del sol, cuando se abre una ventana después de muchos años, rasga la oscuridad y la desentierra bajo el polvo del dolor y la añoranza. La luz entró en tu corazón e iluminó con fuerza cada rincón y cada cavidad de tu memoria”.
Un relato si duda bellísimo, my triste por los acontecimientos acaecidos, pero maravilloso en su lectura. Te felicito Chynthia. Encantado de pasar a leerte querida amiga. Cachis!! y de estrenar el apartado de comentarios.

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